Sencillo problema

El chico se encontraba en su pequeña habitación, dentro del apartamento en el que vivía con su madre. Él estaba tranquilo después de un largo sueño por la tarde, echado sobre su cama, dentro de la revoltosidad constituida por el desorden de sus pertenencias, que iban desde hojas arrugadas y polvorientas hasta armas a las que no daba ningún uso además del de ornamentar sus ya atiborrados estantes.

Su madre le había aconsejado ya numerosas veces que se deshiciera de ese desorden, y esa vez volvió a suceder lo mismo.

—Hijo, deberías ordenar tu cuarto —le comentó ella al asomarse por la puerta, lo que perturbó al aún somnoliento joven.

—Agasfasd —Fue su respuesta. Inconscientemente uno de sus dedos índice señaló uno de los numerosos afiches que tenía pegados en su puerta, el que, muy convenientemente, rezaba “Mi cuarto. Mi desorden. Mi problema”.

—Hijo —repitió la madre en un tono más serio, retirándose enseguida de la casa.

El joven se levantó de la cama con pesadez y miró en derredor sin fijarse en nada, pues no traía puestos sus lentes. Debía ir a colocárselos, y con ese fin se dispuso a ir al baño. Pero antes de que diera tres pasos, tuvo que detener su marcha, porque sus pies se toparon con un objeto medianamente grueso y de forma rectangular. Un libro de color dorado, de hojas amarillentas.

El joven lo alzó del suelo con ambas manos con el fin de colocarlo encima de sus hojas y cuadernos, pero le llamó la atención el hecho de que no recordaba ese libro. Quizás fuera el desorden el que contribuyera a que él simplemente lo olvidara. Entornó sus ojos y vio el título del libro, y no lo entendió. Como si estuviera en un idioma desconocido. Para colmo, la portada no tenía ninguna imagen.

Presuroso, se colocó sus lentes y regresó. Leyó otra vez el título y siguió sin entenderlo, y se preguntó cómo había llegado ese libro a su cuarto. Lo abrió y le invadió la intriga al ver las palabras impresas en el papel, las que tampoco podía entender. El libro no tenía ningún dibujo, sólo algunas fórmulas y eso dificultaba las cosas. Pensó en investigar en su computadora respecto a eso en lugar de hacer su rutina diaria, que en su mayoría abarcaba jugar videojuegos o ver videos.

Sin embargo, al hallarse sentado al frente del monitor que aún no había encendido, se topó con el primer problema. Si no tenía ninguna pista sobre el nombre o el autor del libro, ¿cómo lo iba a buscar?

Se le ocurrió entonces, como una ínfima muestra de su genialidad, buscar pasajes escritos en idiomas como el japonés o el árabe, para ver si podía reconocer en alguno el del libro. Media hora más tarde, el joven estaba con el ceño fruncido y con expresión aburrida, al no hallar ningún resultado con la pequeña investigación, que era la primera que hacía en mucho tiempo, más del que podía recordar.

Faltaba poco para que el joven se diera por vencido y volviera a la absoluta normalidad de su vida. En eso, unas llaves sonaron a unos metros de él, acompañadas de pasos. Su madre, pues, había regresado. Como solía y debía hacer, él salió a recibirla y a ayudarla a entrar al apartamento, aunque no sin cierta molestia, cosa que no pudo esconder.

—Hijo, ¿qué pasó? —le preguntó ella al verlo.

—No, no es nada. Nada —aseguró él.

Una vez hubo terminado su tarea, el joven regresó a su cuarto y se volvió a sentar frente a su computadora. Su madre, en tono cordial, se acercó a su puerta a preguntarle si quería un poco del flan que había traído.

—¡Claro! —exclamó él, más alegre.

Su madre se fijó en el libro que estaba sobre el mueble de su computadora. El libro que tanto había intrigado a su hijo.

—¿De qué es ese libro? —Quiso saber ella.

—Ah, eso —dijo él rápidamente, restándole importancia al asunto— No sé de qué es.

La madre tomó el libro con ambas manos y lo abrió con mucha atención. Inmediatamente luego miró al chico sin pestañear, como si estuviera perpleja.

—¿Cómo que no sabes de qué es? —le dijo ella—¡Si es un libro de matemática básica!

El joven abrió muchos los ojos y le arrebató el libro de las manos, presa de la terrible sensación de haber comprobado que eso de pasar sus días durmiendo se le había ido de las manos.

Comentarios